ISSN: 0300-8932 Factor de impacto 2023 7,2
Vol. 65. Núm. 6.
Páginas 581-582 (Junio 2012)

D. José María San José Garagarza, médico

Jesús Gutiérrez-Morlotea

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No es fácil escribir sobre un amigo —un verdadero hermano mayor—, un maestro, de la talla humana del Dr. San José Garagarza —Chema San José— sin caer en la sensiblería o el tópico. Por eso, desde que supe que habría de redactar estas líneas, pensé que lo mejor era describirle como médico, como el gran profesional que fue. Los más jóvenes tendrían así referencias útiles para mejorar su práctica, los más veteranos, elementos para reflexionar sobre cómo hemos cumplido y, en su conjunto, se dibujaría el perfil de un hombre cabal, porque no es posible ser un buen profesional si antes no se es una persona entera.

José María San José, leonés ejerciente, se formó en el Hospital General de Asturias. Sus mejores amigos procedían de aquella época y su sólida formación encontraba fundamento en las enseñanzas recibidas en Oviedo, en uno de los mejores hospitales docentes de España.

El Dr. San José nunca olvidó para qué estaba en el hospital. Puede parecer una obviedad, pero no lo es tanto si nos paramos a pensar en la realidad que vivimos. ¿Se acuerdan ustedes del final —«My personal experiences have shown me that the top priority for all academic medical centers must be uncompromising and outstanding patient care»— de aquel artículo (Southwick F. Who Was Caring for Mary? Ann Intern Med. 1993;118:146-8) tan comentado hace casi veinte años? Los hospitales están para curar a los pacientes. Todo lo demás tiene sentido o carece de él según sea útil para este fin o no. El Dr. San José tuvo épocas de mucha producción científica (publicaciones, participación en Congresos, etc.) y, desde la Sección de Cardiopatía Isquémica de la Sociedad Española de Cardiología, fue uno de los protagonistas de la modernización de la cardiología española y de su alineamiento con la de los países más avanzados. Pero para él el enfermo siempre fue lo primero, esa persona concreta que acudía con la esperanza de que pudiéramos hacer algo por ella. Nunca se refugió en otras labores de más relumbrón o prestigio para escapar al deber primero de curar. Nunca anduvo perdido entre despachos, todos sabían dónde encontrarle: en su unidad (Postoperados cardiovasculares cuando llegó de Oviedo, luego en la Unidad Coronaria y finalmente en Cardiología-Críticos) o en la consulta de cardiología.

Sentía compasión (cum-passio, sufrir juntos) por sus pacientes. Tan serio y parco en palabras, tenía la enorme fortuna de poder transmitir un inmenso afecto. Cuántas veces me ha dicho un enfermo: «¡… como el Dr. San José es tan cariñoso…!». Y, aunque yo intentaba bromear con Chema, sabía que tenía ese don, esa gracia especial que no se aprende en ninguna facultad, la posibilidad de comunicar cariño. El Dr. San José nos enseñó con su ejemplo que nada justifica hacer sufrir innecesariamente a los pacientes. Que la ciencia, como la propia vida, tiene un límite y que quienes administramos los cuidados debemos conocer esa línea, en ocasiones fina y sutil, porque traspasarla no es profundizar en el conocimiento, sino ser cruel.

Era austero en su vida y en su ejercicio profesional. Formado en un hospital tan prestigioso como limitado de recursos en aquella época, aprendió a pensárselo dos veces antes de solicitar una exploración o prescribir un tratamiento; a sopesar cuidadosamente qué información clínicamente relevante nos aporta una prueba determinada y si compensa en términos de dolor para el paciente o de coste innecesario para el hospital y un sistema sanitario basado en la solidaridad. Cuántas veces nos refugiamos en la petición de múltiples exámenes para consolar nuestra propia ignorancia y hacer como que hacemos, buscando en sus resultados un diagnóstico que ni siquiera sospechamos.

El Dr. San José tenía sentido común. Eso se tiene o no se tiene. Chema lo tenía. Aplicaba sus conocimientos —siempre fue un cardiólogo estudioso— a cada caso concreto, con una lógica aplastante. Y eso le dio prestigio profesional. Cuando los cardiólogos nos reunimos, a veces polemizamos con dureza e incluso con rudeza. Si él pedía la palabra en una sesión clínica, se producía silencio y una tranquila expectación. Sabíamos que iba a hablar la voz del sentido común y la prudencia.

También tenía liderazgo. Ese liderazgo que no emana del nivel jerárquico, sino de la categoría personal y profesional. Era el referente a quien consultar las dudas, aunque no fuera más que para confirmar una orientación diagnóstica o terapéutica. Era quien, con sólo ponerse más serio, con una mirada severa, nos hacía estremecer sabiendo que algo habíamos hecho mal, quien nos hacía sentir orgullosos de la pertenencia a un equipo encabezado por él.

El Dr. San José mantenía una lealtad inquebrantable con su hospital y con el Sistema. A mí me dijo, ya hace décadas, que trabajaba (llegando el primero y marchando el último) porque era su compromiso con el hospital y se lo imponía su propia conciencia. En todo momento fue una persona capaz de comprometerse, en lo profesional y en su vida civil, con lo que creía justo, arrostrando las consecuencias.

Respetaba a los más jóvenes sin menoscabo de la exigencia. Nunca utilizó a los MIR para liberarse de su propia obligación con los pacientes. Defendía y, llegado el caso, disculpaba a los colegas más novatos porque esa era su ilusión: dejar un servicio de jóvenes cardiólogos bien formados, trabajadores, entusiastas y tan comprometidos como él mismo. Era Maestro, con mayúscula. Era referencia para todos, conciliador, en búsqueda permanente de lo que nos unía, confidente de nuestras inseguridades.

Deseoso de jubilarse (de júbilo), porque su vida no terminaba en la cardiología, le han faltado apenas unos días para conseguirlo. Pensó, y mucho, en el futuro de nuestro servicio. La consolidación de la Unidad de Cardiología-Críticos (integrada sólo por cardiólogos), la sólida formación de los más jóvenes, el programa de asistencias ventriculares… Las iniciativas de más proyección le deben mucho.

Finalmente, el Dr. San José, mi amigo Chema, era un hombre bueno, generoso con quienes no podíamos pretender ser siquiera sus dignos imitadores. Como decía al principio, un hombre cabal. Eso es lo más importante.

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