ISSN: 0300-8932 Factor de impacto 2023 7,2
Vol. 63. Núm. 12.
Páginas 1399-1401 (Diciembre 2010)

Inercia clínica: la dificultad de superarla

Clinical Inertia: Hard to Move It Forward

William T. BranchaStacy Higginsb

Opciones

Los especialistas en medicina interna y de sus subespecialidades se sienten orgullosos de su forma reflexiva y cautelosa de abordar al paciente. El lema «lo primero es no causar daño» lo ha sido en mayor medida para los internistas que para la mayoría de los especialistas. Durante muchas décadas, los internistas tuvieron a gala proteger a sus pacientes de tratamientos e intervenciones innecesarios. Resulta fácil recordar episodios en los que se ha podido verificar esa actitud. Algunas medicaciones muy prometedoras cuando salieron al mercado causaron luego efectos secundarios importantes, e incluso catastróficos, al utilizarlas de forma amplia. Incluso las directrices recientes para una reducción agresiva de la hemoglobina A1C en la diabetes mellitus se han modificado ligeramente hace poco a causa de los efectos adversos1. Sin embargo, la prudencia puede degenerar en inercia y conducir a un mal tratamiento.

La inercia clínica se define por no aumentar al paciente un tratamiento cuyos resultados indican una respuesta insuficiente con la pauta de tratamiento médico que se está utilizando2. Esto hace que no se alcancen los objetivos terapéuticos bien establecidos por las guías elaboradas por expertos, debido a la falta de voluntad de respuesta de los médicos. Los médicos pueden aducir que la denominación «inercia clínica» no tiene en cuenta el juicio clínico, el tratamiento individualizado o la prudencia en la aceptación de nuevos tratamientos y que, por lo tanto, pone en peligro la sagrada relación médico-paciente. Sin embargo, conviene resaltar que el concepto de inercia clínica se aplica a la consecución de los objetivos de tratamiento de guías de expertos bien establecidas.

Tiene interés analizar por qué hablamos ahora de inercia clínica. Uno de nosotros recuerda que, hace sólo 10 o 15 años, un distinguido jefe de un departamento de medicina le preguntaba: «¿Por qué todos hablan de medicina basada en la evidencia? ¿Acaso no hemos practicado siempre medicina basada en la evidencia?». Pues bien, la respuesta es no. En una fecha tan reciente como 1970, había poca evidencia que respaldara muchos de los tratamientos bien establecidos que se emplean en la actualidad. Los historiadores de la medicina podrían mostrar un largo periodo de confusión acerca de preguntas como: ¿la reducción del colesterol mejorará la evolución de la cardiopatía? o ¿la reducción de una presión arterial elevada es útil para mejorar los resultados clínicos? Los grandes ensayos clínicos realizados para responder a estas preguntas no se completaron hasta los años setenta y ochenta. Así pues, el término de medicina basada en la evidencia es útil en la actualidad porque finalmente disponemos de evidencia.

Esta evidencia debe modificar la práctica de la medicina. Debe hacer que seamos más agresivos en el intento de alcanzar los objetivos, porque ahora sabemos que aporta un efecto beneficioso a los pacientes. En segundo lugar, las medicaciones para el tratamiento de trastornos crónicos frecuentes como la hiperlipemia y la hipertensión son más eficaces y seguros que en el pasado. En consecuencia, los internistas deben ser más agresivos al intentar alcanzar los objetivos y, siempre teniendo en cuenta los factores de riesgo individuales del paciente, deben intentar aplicar las guías establecidas.

Como suele ocurrir, cuando examinamos el proceso de asistencia descubrimos que no logramos lo que dijimos que debíamos conseguir; de ahí el concepto de inercia clínica. Se ha visto que los médicos realizan visitas regulares a los pacientes, tal vez cada 3 o 6 meses, y registran una elevación de la glucemia o un control subóptimo de la presión arterial y, sin embargo, persisten en el mismo tratamiento. Al investigar por qué no se hicieron cambios en el tratamiento, generalmente se observa que el médico había planificado un aumento del tratamiento en el futuro. Tal vez el tratamiento actual se mantuviera para ver si empezaba a dar mejores resultados o si el paciente mejoraba la adherencia, empezaba a hacer ejercicio o reducía el peso y con ello se obtenía el resultado deseado. Esto habría sido compatible con una buena práctica médica hace 30 años, cuando los tratamientos existentes habrían sido menos efectivos, la evidencia de un efecto beneficioso, mínima y los efectos secundarios, tan peligrosos como los beneficios de un aumento del tratamiento. Suponiendo que la falta de adherencia pueda abordarse en el momento de la visita, estos enfoques tan cautelosos no son aplicables a la mayoría de los casos en la actualidad. Los médicos deben alcanzar los efectos beneficiosos demostrados al alcanzar los objetivos terapéuticos.

En este número de REVISTA ESPAÑOLA DE CARDIOLOGÍA, Lázaro et al3, en representación de los investigadores del estudio Inercia, presentan datos de un estudio observacional multicéntrico, de ámbito nacional, sobre el grado de inercia clínica existente entre los cardiólogos en el tratamiento de la dislipemia en pacientes con miocardiopatía isquémica. Se detectó una inercia clínica en el 43% de las visitas. Este grado de inercia clínica es similar al observado en estudios realizados en Estados Unidos y Reino Unido. En el estudio español, sólo un 26% de los pacientes alcanzaron el objetivo del tratamiento lipídico después de 3 años de seguimiento.

Este estudio tiene validez, puesto que incluye observaciones de 10 pacientes de cada uno de los 155 cardiólogos participantes. Se consideró que había inercia cuando estaba indicado un cambio de la medicación para alcanzar los objetivos terapéuticos establecidos en las guías, no se habían documentado previamente efectos adversos del tratamiento y no se introducía ningún cambio. Con estos criterios, hubo inercia en el 42,8% de los pacientes y se consideró que el grado de inercia era alto en el 29,5% y muy alto en el 28,9% de este subgrupo.

Los autores examinaron las variables que podían estas asociadas a la inercia clínica. Ésta era menos probable en los médicos con mayor experiencia que atendían a pacientes jóvenes (edad < 55 años). La inercia clínica fue significativamente mayor en el análisis multivariable para los pacientes diabéticos cuyo colesterol de las lipoproteínas de baja densidad (cLDL) estaba en 70-100 mg/dl que para los que lo tenían > 100 mg/dl o los que tenían el colesterol total ≤ 200 mg/dl, así como cuando la concentración de colesterol de las lipoproteínas de alta densidad (cHDL) era alta. La asociación con las horas de formación mostró resultados contradictorios. Mientras que la asistencia a congresos se correlacionaba con menor inercia, la asistencia a sesiones de formación locales se correlacionaba con mayor inercia clínica.

Los resultados de este estudio aportan una información valiosa, pero no explican por completo la contumaz persistencia de la inercia clínica. Estos datos indican algunas ventajas derivadas de que los programas de formación médica continuada resalten el aumento del tratamiento para alcanzar los objetivos, aunque sea levemente en vez de con la intensidad antes recomendada. Pero parece improbable que resolvamos el problema de la inercia buscando las características de los médicos o los análisis de laboratorio que se asocian a ella. Lázaro et al no identificaron ningún camino fácilmente accesible para modificar sustancialmente los hábitos de los médicos y los pacientes. Nosotros proponemos que la investigación se desplace ahora hacia la búsqueda de soluciones inmersas en el propio sistema. Los cambios basados en el sistema pueden ser los que ofrezcan la mayor probabilidad de combatir la inercia clínica.

Una forma de cambiar el sistema puede ser el empleo creciente de registros médicos electrónicos. Esto requerirá reflexión y estudio. Los recordatorios parecen funcionar sólo mientras se presentan. Y un exceso de recordatorios puede abrumar y hacer que se tienda a ignorarlos. Sin embargo, debiera ser posible encontrar un tipo de recordatorio capaz de reducir la inercia clínica.

Otro enfoque basado en el sistema consistiría en desarrollar guías que incorporen la superación de la inercia clínica. Por ejemplo, las guías para el ajuste del tratamiento hipoglucemiante podrían incluir una recomendación basada en los valores de glucosa posprandial aleatorios (1-4 h después de una comida) determinados en el momento de la visita4. En el caso de la hiperlipemia, podría elaborarse una guía para el ajuste del tratamiento en función del colesterol distinto del cHDL de los pacientes, tras una extracción de sangre sin estar en ayunas5-7. Estos valores pueden estar disponibles rápidamente y no requieren que el paciente regrese para realizar análisis en ayunas. La cuestión es que, en nuestro sistema de guías, debemos hacer que la superación de la inercia clínica pase a ser una prioridad.

Otro enfoque para cambiar el sistema podría centrarse en hacer que el paciente se involucre. El empleo de mensajes cortos y de fácil lectura que informen a los pacientes sobre los objetivos establecidos y les alienten a comentar su tratamiento con el médico podría involucrar al paciente como colaborador en la consecución de los resultados deseados.

En resumen, Lázaro et al han documentado una vez más la contumaz persistencia de la inercia clínica. Su estudio indica que el problema será difícil de superar. De cara al futuro, proponemos que un enfoque basado en el sistema podría pasar a ser el centro de interés de la investigación. Con este impulso adicional, los médicos podrían lograr lo que saben y dicen que deben conseguir.

VÉASEARTÍCULOENPÁGS. 1428-37

Full English text available from: www.revespcardiol.org


Correspondencia: Dr. W.T. Branch.

Carter Smith, Sr. Professor of Medicine. Director, Division of General Internal Medicine. Department of Medicine. Emory University School of Medicine.

Atlanta. GA. Estados Unidos.

Correo electrónico: wbranch@emory.edu

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